Semana XXX (del 7 al 14 de abril)

Lunes

Los temas para este confesionario salen al encuentro, como los buenos libros, y así leo preparando una presentación para la semana que viene en la Escuela de Arte de Cádiz:

«Una biblioteca amplía el claustro de docentes de un centro educativo. La esencia de una escuela, colegio, universidad o academia es su biblioteca, lo que da su dimensión. Biblioteca pequeña: escuela pequeña; biblioteca descuidada: escuela descuidada; biblioteca magnífica: escuela magnífica… Hay dos errores comunes en la era digital: el primero, pensar que todos los libros están en la red, lo cual no es cierto; el segundo, que lo van a estar, lo cual lo duda mucho Robert Darnton, ex bibliotecario de Harvard; y el tercero, el más grave, que una tableta sustituye a una biblioteca física porque desde ella se puede acceder a cualquier libro. En primer lugar, ya lo hemos dicho, porque no todos los libros están en la red; pero en segundo lugar, y este es el quid, porque los libros más importantes no son los que buscamos, sino los que nos encuentran. ¿Cómo vamos a buscar un libro cuya existencia ignoramos? ¿Es nuestra mente la que elige lo que quiere conocer o es la biblioteca la que nos abre la mente? Los libros más importantes son los que nos salen al encuentro.”

Siento la cita larga pero esta semana me ha salido al encuentro el tema de las bibliotecas y un libro, Elogio de las manos, de Jesús Carrasco. Lo he dicho muchas veces, las bibliotecas públicas van quedando como únicos fósiles de los espacios públicos tal como los concebíamos hace 30 años. Las plazas han dejado de ser públicas, colonizadas por bares y restaurantes, han dejado de ser espacios compartidos para ser espacios disfrutados solo para quienes puedan permitírselo. Recuerdo la afamada plaza berlinesa Alexander Platz, icónica del Berlín este, hace 20 años, limpia de espacios privados y de publicidad, comida hoy por los grandes comercios que han privatizado un espacio que en otro tiempo fue verdaderamente público. Cuando llegué hace 20 años a Mentidero, una plaza central del Cádiz antiguo, había partes de arena en la que jugaban los chavales, incluso al balón. Hoy es imposible, los bares han devorado el espacio, y solo se escucha la pelota en las horas en las que algunos bares cierran y dejan un hueco, un espacio, para el juego. Bien, las bibliotecas, todavía, resisten, y su acceso es público, independientemente de su condición social, racial, económica, de género, etc. 

Martes

Voy con un grupo de alumnos a la biblioteca provincial de Cádiz donde dos actores de la empresa ANIMARTE hacen un guía didáctica, teatralizada, por el edificio que alberga la biblioteca. Toda biblioteca atesora una historia de refugio, de resistencia, de defensa del bien común. Las bibliotecas, dicen los dos actores, no son almacenes de libros, son lugares culturales para compartir el conocimiento, son espacios de libertad, por eso hay exposiciones, presentaciones de libros, actividades de dinamización de la lectura… Muchos chavales tienen el carnet de la biblioteca porque o bien les han obligado sus padres o bien se lo han recomendado los profesores. Pero tienen carnet, lo cual me encanta. El primer recuerdo que tengo de ser alguien, es cuando me hice el carnet de la biblioteca de Cajamadrid, cuando lo que hoy era Bankia tenía una obra social y una red de bibliotecas interconectadas por toda la Comunidad de Madrid que funcionaba a las mil maravillas.  Podías pedir libros de otras bibliotecas y lo tenías en la misma semana, era un espacio al que, aunque pequeño y a veces maloliente (las bajantes del edificio no funcionaban bien), yo tenía mucha afición porque ya me iba de chico a hacer los deberes y  a coger libros de Tintín y Astérix. Luego la frecuenté para coger libros de adultos, no cómics (error),  y para trabajar mientras cursaba Filología en la Universidad Complutense. Y, cuando terminé la carrera, en esos años tontos que no sabes qué hacer, me metí con mi compadre en esta biblioteca en un proyecto tan ambiguo como peligroso que consistía básicamente en una cosa: leer. Teníamos un horario funcionarial, de 9 de la mañana a 8 de la noche, con sus descanso para el café y para, por la tarde, ir al Vinagre a comprar patatas fritas con caldo de berenjena, un producto que, que yo sepa, solo se daba en mi barrio y en ese establecimiento. Éramos dos funcionarios de la lectura, mi colega tiraba por la filosofía y el ensayo, yo más por la literatura, allí, que yo recuerde, me leí La Odisea. Ambos, como descanso a estas magnas lecturas, nos aliviábamos con poesía, sobre todo, con la poesía del 27. Curiosamente, pese a que el teatro de alguna manera nos había unido para siempre, no recuerdo ninguna lectura teatral entonces. 

Miércoles

La larga cita anterior continuaba y como zorro la he dividido para hacerla más asimilable; pertenece a un artículo de un tal Antonio Varnés Vázquez, del que ya hablaré la próxima semana. La cita continuaba así:

“La escuela basada en los principios del humanismo, desde Sócrates a Jaeger, tendrá el libro como protagonista; incentivará la comprensión, educará la atención, y formará en el discernimiento entre ciencia y técnica, opinión y verdad, información y conocimiento. La discriminación de las fuentes del saber, la separación del grano de la paja son la columna vertebral de la educación y de la ciencia.»

Un tal Antonio Varnés Vázquez… Un tal…, eso dice mi padre cuando quiere reforzar la identidad de alguien que él no conoce pero que debiera conocer por algo. Me lo aplico a mí mismo, sobre todo, porque mañana, voy a ver un escritor de fama en la biblioteca provincial, un supuesto colega, porque yo también escribo y he publicado. Para él, seré un tal Jose Aurelio Martín. Lo peor, o quizá lo mejor, es que soy un lector más, y, en el fondo, es lo que quiero ser, desde que tuve mi primer contacto en la feria del libro de Madrid con Luis Landero, un escritor de verdad, no he perdido la inocencia de ver a un escritor como un ser admirable, y no quiero perderlo, por eso no quiero ser nadie, quiero ser un lector anónimo que admira al autor que visita la ciudad alejada de los centros en la que vivo.

Jueves

Hoy, en la biblioteca provincial de Cádiz, presenta su libro Jesús Carrasco, Elogio de las manos, un libro que ha ganado un premio y que viene avalado por el respeto que se le tiene a un autor que deslumbró con su primera novela, Intemperie. El presentador echa un poco de sombra y oficia una presentación sin el nervio y el dinamismo que a mí me gusta, y que no quiere decir que sea lo más idóneo ni lo mejor. Me gusta que el autor escucha atentamente, de verdad, al presentador, sus recocoveantes disertaciones que suelen acabar en la solipse. Elegante. Las manos son las protagonistas del libro, reivindicadas como una herramienta milenaria, atesoradas por una cultura invisible, que nadie enseña pero que está presente en la vida cotidiana. Nadie enseña a poner un enchufe, nadie enseña a cocinar, nadie enseña a hacer una coleta a tu hija, pero las manos trabajan, las manos obran el milagro del vivir cotidiano y son la más afinada conexión del cuerpo con el mundo. El tema no es nuevo, pero estaba ahí, delante de las narices, y solo los escritores de verdad tienen olfato para ver lo que está delante, para sacarlo de la evidencia invisible y ponerlo delante de nuestras narices. La literatura no consiste solo en escribir, también es oler lo que está delante, que de tan cotidiano es invisible, y servirlo en bandeja de plata. Hemos oído siempre que no hay tema ajeno a la literatura, y que cada cual tiene sus temas, que son disfrazadas obsesiones, que puedes escribir, como decía Umbral con retranca, sobre Dios o los tramperos de Arkansas, da lo mismo, el caso es encontrar la música de tu verso y a mí, decía Umbral, “no se me da ni Dios ni los tramperos de Arkansas”. En el libro de Jesús Carrasco, el autor coloca al principio un verso de Manoel de Barros que dice que “todo lo que va a la basura es poético”, o que “cualquier cosa cotidiana merece la estima”. Una declaración de intenciones. Me bebo 80 páginas de un tirón, atento a las manos del autor, a la mano que arregla un desconchón, chapucea una pared o encala la fachada. Fascinante. Tanto como el libro mítico, del que tanto he hablado, de Isaac Rosa, La mano invisible, quien se asoma a los oficios manuales y los narra con verdad, con esencia, como Jesús Carrasco, convirtiendo este el arreglo y la chapuza de una casa como una metáfora de la vida, que sabemos que acabará derrumbada y, sin embargo, nos entregamos con denuedo a vivirla y arreglar chapuceramente los desconchones del vivir. Grande literatura. 

Viernes

A veces, decimos, la vida cierra el círculo, las piezas encajan y toda esa turbamulta de metáforas que son un canto a la casualidad, o como decía Borges, a la causalidad. Bueno, en el paseo por la biblioteca provincial de Cádiz, en la sección de temas gaditanos, observo que está el libro que escribí con Antonio López Piña titulado Diccionario de nosotros mismos, el libro del que más orgullo me siento por muchas razones. Ninguno somos gaditanos, pero la editorial, Dalya, sí, en concreto de San Fernando. Supongo que esa es la razón. Esto no lo sabía, y me salió al encuentro. Los chavales que hace 30 años tenían el loco proyecto de leerse una biblioteca entera, forman hoy parte de una, aunque sea en un lugar recóndito y en una sección imprevista. Esa biblioteca también alberga los libros de Jesús Carrasco, que presentó su libro en el salón de actos de ese mismo edificio, y también alberga los libros del primer escritor que yo conocí en mi vida en la feria del libro de Madrid de la mano de mi padre y que me dijo, cuando le dije que me había fascinado su primera novela, Juegos de la edad tardía (que además me había caído en Selecitivad), “no me lo perdonaré jamás si no te gusta esta.” Hoy por la mañana, cerrando el círculo, veo que Luis Landero estuvo ayer por la tarde en Jarcha, librería de mi barrio y cuyo librero es referente en todo Madrid, librería a cuyo flanco estaba el Vinagre, el único lugar de Madrid que ponía patatas con caldo de berenjena y que era la merienda de dos chavales en un sitio remoto que tenían como humilde proyecto leer todos los libros de una pequeña biblioteca de barrio. Fracasaron, claro, pero después de treinta años cuadraturaron el círculo.