Semana XXXII (del 21 al 28 de abril)

Lunes

El conocimiento es un valor. Conocer es poder. El otro día escuché que los emiratos árabes habían invertido 100.000 millones de dólares en la inteligencia artificial, la nueva herramienta de conocimiento que va a revolucionar (o ya ha revolucionado) los fundamentos de la sociedad en la que vivimos. Otra cosa son los celadores del conocimiento, los administradores, los que escalan el conocimiento para que el personal tenga un acceso al mismo. El conocimiento, en este sentido, está organizado piramidalmente desde el catedrático universitario en la punta hasta la base ancha de los maestros de primaria, pasando por las traqueteantes enseñanzas medias. El conocimiento, así organizado, parece que haya que  escalarlo cual si fuera una montaña, pasando, aparentemente, por unas etapas necesarias, duras, intermedias, aparentemente absurdas. Hay que memorizar tantos temas para vomitarlos porque es necesario, es lo que tienes que hacer. Lo hacemos así, pero podría ser de otra manera, se podría pertrechar a cada persona para que en cada etapa de la escala se pudiere gozar del placer de entender después de haber aprendido. 

Martes

Un profesor de universidad conocido publica en un periódico un artículo en el que refiere frutos de investigaciones muy sesudas pero que yo, aunque leo varias veces y procuro la comprensión, no lo entiendo. Lo siento. Aun así, como tengo oportunidad de preguntarle, lo hago poniéndole un ejemplo que rebate parcialmente su hipótesis, y el tal profesor se desembaraza de la argumentación y recurre a la autoridad, “tú es que no sabes, y lo peor, es que no quieres saber”. Precisamente si la ciencia en el XVI y siguientes progresa es porque es falsable, no infalible, porque infalible solo es dios y entonces eso no admite réplica. Además, uno cuando llega al público (publica) tiene que estar abierto a las reacciones del personal, sin miedo, por eso mola publicar, porque tu nombre se embarca en la inquietante procela de la crítica y el examen públicos. A mí me han dado y sí, a veces, me la he tenido que embaular. 

El mismo día que me ocurre el incidente del profesor infalible, en mi humilde clase de primero de ESO explico por qué se celebra hoy el Día del libro. Para rematar la explicación acabo con un tópico, “un libro te puede cambiar la vida”, y de seguido, porque los pequeños si no saben lo preguntan, un chaval de clase me dice “qué significa que un libro te cambia la vida”, le digo no empecemos, no me vaciles, y me replica, “no, profe, en serio”. Se me pasó por la cabeza decirle, porque es así (argumento del cobarde), o porque lo dicen los más grandes escritores (argumento de autoridad), o porque un libro te puede ayudar a ver las cosas de otra manera, o porque puedes descubrir un mundo nuevo, la pesca, por ejemplo, (sé que al chaval le gusta pescar), y puedes encontrar respuesta a preguntas que todos nos hacemos, por ejemplo, quién soy o qué hago aquí. Este argumento, imperfecto, es un argumento de racionalidad adaptada, es decir, que es un argumento que, aunque imperfecto, puede conectar con el chaval porque lo puede entender, creo que está adaptado a su nivel y creo que, además, deja abierta una puerta para que en el futuro la explore, la atraviese o se quede en el umbral; el resto de tipos de argumentos, creo, cierran la puerta para siempre.

Viernes

Viajo a Zaragoza para hablar de El Quijote a alumnos estadounidenses de nivel medio que estudian aquí sus últimos cursos de bachillerato (más menos). No saben nada del gran libro, y su nivel competencial de español es variable, algunos muy bien y otros regular. Así que tengo que colocar bien la aguja de la brújula para no descarriar en el intento. Siempre he explicado el libro con algún conocimiento previo, pero nunca lo he hecho realmente desde cero. Es un libro que parcialmente conozco (es imposible conocerlo en toda su dimensión porque es un libro que ha generado un mundo infinito de libros, recordemos que todos los años se publica un libro de 500 páginas sobre libros y estudios que hablan del libro, solo el título, editorial y esas vainas,  una locura infinita) pero del que estoy profundamente enamorado. Me gustaría hablar desde el amor, pero también desde el conocimiento, porque hablar solo con amor puede interesar al enamorado pero no al resto, que se aburrirá de tanta alabanza y de tanto “yo”. 

Empiezo con algo que pueda conectar su mundo,  el de los americanos, con el libro. Y se me ocurre un hilo, el fracaso. El valor máximo de la sociedad americana es el éxito. Sí, proyecto el careto (falso) del famoso cuadro de Cervantes, y arriba pongo, ¿fracaso? Y parto de ahí, la vida de Cervantes fue un aparente fracaso, en todos los ámbitos, y cuando ya siente que su vida empieza a acabar, con 55 años o así, arranca un proyecto narrativo en el que el protagonista es, precisamente, un fracasado, un hidalgo llamado Alonso Quijano, que quiere sacudirse el fracaso de una manera “ingeniosa” y es salir al mundo con una máscara, “Don Quijote”, para hacer el bien, porque si lo hiciera como Alonso Quijano no le iban a tomar en serio, así que al menos, como Don Quijote, que le tomen por loco, porque si solo un loco puede hacer el bien en un mundo de cuerdos, los cuerdos somos (tú también lector) los que de verdad estamos locos si sabemos lo que es el bien pero no lo practicamos y se lo vemos practicar a un loco. Los americanos se quedan locos, muy confusos. Explico qué es un hidalgo (una clase social real en la sociedad del XVII) y un caballero andante (una idea ficticia en el imaginario de la misma sociedad). Los chavales me miran, algunos se aburren, otros han desconectado y ojean el móvil, y otros lo cogen al vuelo. Antes me frustraba no llegar y conectar con todo el mundo, hoy, después de tantos años de clase, no soy tan ambicioso, y entiendo, aunque me torture, no poder llegar a todo el mundo. Me frustra, antes más que ahora, pero es imposible que todo el mundo te siga al mismo nivel, y no pasa nada, aunque eso nunca puedo utilizarlo para reforzar mis argumentos de autoridad, “es que no sabéis, y lo peor, es que no queréis saber”, así que yo me dirijo a quien pueda seguirme que, en último término, eres tú mismo. Enseñar, si adopta el perfil educativo, consiste en dejar el menor número de gente por el camino. Enseñar a uno no tiene mérito, sobre todo si ese uno es uno mismo. Lo difícil es enseñar al que no puede, al que no quiere, al que se distrae, al ingenuo. Lo difícil es no dejar a mucha gente en el camino. 

Después de la charla, los estudiantes tienen que hacer diversas actividades, de distinto tipo, y en cada uno se ve lo que han asimilado de todo lo dicho. En algunos es periférico, en otros es sustancial. Claro, así es el duro (y fascinante) oficio del enseñante: siempre variable y cambiante, tanto, que cada paso evalúa el anterior. Hacer churros es más fácil, cada churro hecho, no te obliga a revisar por qué lo has hecho así, a menos que quieras innovar en el mundo de los churros. Nuestro oficio es titubear bordeando con la barca que se dirige al tajo de la catarata, pero sin nunca caer al abismo, hacer ver y convencer que, aunque la barca es pequeña, podemos remar y contravenir la corriente que conduce al tajo de la cascada. Con seguridad, pero con todas las dudas posibles. 

Nadie se ha tomado en serio este trabajo, este oficio, el de enseñante, cuando todo el resto de oficios y trabajos, son posibles porque alguien, en algún momento, nos metió en la barca y nos dijo cómo remar para que nuestros brazos contravinieran (como el salmón) la corriente que cae al abismo.