Semana XXXIII (del 28 de abril al 5 de mayo)

Lunes

Nos mandaban libros en el instituto y había que leerlos, no había escapatoria, ni rincón del  vago, ni internet, no quedaba más cojones que leerlo, ir a la biblioteca, o ir a Jarcha, la papelería librería del barrio y encargar el libro, o que alguien te lo prestara o comprarlo de segunda mano en Felipa, en la calle de los Libreros; un libro, entonces, era una aventura, penosa, pero definitiva. Los profesores de Literatura tiraban por los clásicos, por Jorge Manrique, La Celestina, Garcilaso, iban de cara, no se escondían, había que leer a los modelos, para leerlos, o por leerlos, o para imitarlos u odiarlos para siempre. 

Anaya tenía una colección didáctica en blanco y azul que recorría los principales nombres y las primordiales obras en lengua castellana, lo que originó un cierto canon en literatura española y del que, quién más quién menos, tiene algún ejemplar. Todavía se puede encontrar alguno en mercadillos de segunda mano, librerías de viejo o en el container de algún derribo. Da mucha ternura, entonces, abrir el libro, y encontrar el nombre en lápiz (los más osados en boli), Manuel Lorite , Erika Jiménez, Maricarmen Delgado, y el curso, 3º de BUP, 8º de EGB, COU. Siempre me paro en estos libros y los abro porque sé que atesoran historias personales, en algunos, me consta, sobre todo en los de poesía, principalmente en Bécquer, dentro de los libros, se vivieron historias adolescentes de amor, o historias de amor adolescente.

Martes

Tengo que dar a Bécquer en clase, lo doy mal, no sé de dónde partir, le digo que se lean las Rimas y 5 leyendas, y no lo leen, claro, porque no hay volumen (como antes), está en internet, es decir, que no está; alguna compañera se ha molestado en buscar el libro en PDF y subirlo al grupo de whatsapp, pero el PDF se queda muy arriba y se pierde entre el trillón de mensajes del personal. Da igual, estamos en un cambio de paradigma, de la cultura del libro hemos pasado a la cultura de la red, es otra cultura, otro cultivo, y lo peor es que los profes (o sea yo) no nos hemos enterado. Peor para nosotros (o sea peor para mí). El caso es que preparando Bécquer, añoñado por algunos versos melindrosos que han hecho fortuna en nuestra memoria (en la memoria libraría de mi generación), me reencuentro con esos sentimientos del pasado, en la primera adolescencia, que perteneciendo a mi intimidad son, claro, también universales: el primer amor, la primera mirada, el dulce cuanto amargo fruto del dolor, temas de los que Bécquer es capaz de construir su melodía íntima, su ritmo fluyente sin trémolos ni atambores, su música acordada, limpia como un cantar andaluz, lejano como un cuento de oriente, universal y para mí, es decir,  para todos.

El propio Bécquer dice:

Entre la niñez y los primeros sentimientos del amor hay una edad incomprensible para nosotros (…) Qué edad más hermosa que la juventud, que esa edad en que el hombre en el estado casi de una inocencia envidiable (…) La poesía, la música, la pintura, las bellas artes, todo lo más hermoso y más perfecto es hijo de este entusiasmo.

En ese estado de “inocencia envidiable”, la poesía, la pintura y el teatro, todo lo más hermoso, es hijo de ese entusiasmo. Bofetón a mano abierta cuando leía esto preparando la clase. Un señor de casi 50 años, que tiene que pelear con bancos, fingir que hace cosas seriosas para no ser completamente imbécil (con serlo parcialmente se puede ir tirando), asediado por el cinismo, con las ilusiones justas, entiende que sin ese aliento lejano, sin ese entusiasmo primordial, no hay poema, no hay dibujo, no hay representación teatral. Sin ese motor, solo hay equívoco, deambulatorio y muerte de pena en vida.

Miércoles

Es un trago duro (de privilegiado, por supuesto, en Gaza no pensaría lo mismo) asumirse ridículo cuando escribo, cuando toco la guitarra o cuando hago un dibujo. Con 50 años es sospechoso si no estás ganando pasta, criticando a los demás o envenenándote con la política (o peor, la información política). Es un trago duro empezar a asumir que estás casi diluido, asimilado a la torrentera del olvido, aunque humanamente uno se consuele, se compadezca o se justifique. Pero no cabe perder ese entusiasmo primordial, ese motor primero, eso que, ahora descubro, es mi identidad, soy yo, por mucho que me esconda, que me tuerza o que me finja. Sin ese estado de inocencia envidiable, del que habla Bécquer, solo queda la amargura, la soledad y lo indistinto.

El propio Bécquer vivió 34 años, murió, parece, de una ETS, de sífilis, fracasó en la pintura (su hermano era mejor) y en la música (tocaba la guitarra), y casi en la poesía. Reunió los poemas en un volumen que prestó a un ministro amigo, González Bravo, moderado, que los revolucionarios de La gloriosa de 1868 quemaron después de entrar en su casa. Luego Bécquer tuvo que recordar lo escrito y suponemos que muchos versos se perdieron para siempre. La muerte prematura del poeta dejó inconcluso el libro y sus colegas lo publicaron ordenando los poemas por temas. Sin esos 69 poemas, Bécquer hoy sería un perfecto desconocido, porque nadie hubiera buscado sus Leyendas en los periódicos del XIX si su poesía, de gran depuración, hubiera ardido para siempre.

Para Cernuda, es Garcilaso y Bécquer los dos nombres claves de la poesía en español, los dos grandes depuradores de la lengua poética, uno para permitir los quilates de la poesía de Góngora y el barroco, otro para ser la base de la poesía moderna de los Lorca y la poesía de la Edad de Plata del 27. 

Viernes

Bécquer murió en el anonimato, casi como Cervantes, sin ser consciente de la fama que le legaron los siglos. Creo, sinceramente, que les hubiera dado lo mismo, porque ninguno de los dos perdieron nunca ese motor primero, ese estado de inocencia, ese entusiasmo que preserva del cinismo y busca la manera de evitar la hoguera, el fuego del olvido. Todo lo demás es humo, y vanidad.