La máxima Berasategui II de III

Cuando éramos pequeños, en mi barrio había un chaval que tenía la mejor bici de bicicross de los años 80. Él, en lugar de aprovechar aquel objeto exclusivo para ganar jerarquía, chulearse o para hacer kilómetros por los descampados lo utilizaba para hacer negocio. Negocietes de niño, minúsculas transacciones que consistían en recibir chuches y cambiarlas por vueltas. Nunca se atrevió a pedir dinero, era un cambista de la modalidad primitiva, premonetaria, truequista. Cogíamos puñados de caramelos de casa, daba igual que fueran de miel o de menta y volvíamos para ofrecérselos a la espera de su juicio. Siendo niño era ya un hombre con una cabeza muy ordenada para las equivalencias. Tantos caramelos de tal sabor valían por dos, tres, o cuatro vueltas. Si la moneda de cambio le parecía valiosa añadía la posibilidad legítima de frenar con el de atrás terminando en un derrape. 

Hoy, nuestro amigo, además de trabajar como vendedor de alarmas, regenta un bar en otro barrio cercano. ¿Cabría aplicarle la máxima Berasategi? No, puesto que su éxito es más rasante que el del cocinero Michelín. Aquella actitud suya no ha llegado a obtener, ni para el protagonista ni para los que lo vimos negociar, la relevancia necesaria, el espíritu anticipador que define el estatus de los grandes hombres. Sus actos meramente fueron. Solo el éxito incontestable es capaz de limpiar: el éxito del reconocimiento público, el del gran dinero obtenido, el de la foto en las portadas. Solo ese. El triunfo es dador de significado a posteriori y sirve para cerrar con sentido el curso de la historia. Su triunfo menor no ha alcanzado la calidad suficiente como para transustanciar un pasado tan mediocre.