La máxima Berasategui III de III

Su comportamiento (aquel que no ha podido embrillecer su escasa notoriedad actual) siempre nos pareció una cutrez, el acto miserable de un colega muy rata.

Lo normal era que no nos dejara su bici porque se la podíamos estropear y porque durante el tiempo que nos la dejaba, él no podía andar por ahí con otra gente que también tenía bici. Lo anormal de la situación era que él, fuera de su ostentosa aparición frente al grupo de no propietarios, tampoco la utilizaba. Sabíamos muy bien que esa mierda de caramelos de miel, de menta o de coco no se los comía. Los recibía protocolariamente y se los guardaba en una bolsita. Alguna vez que fui a su casa vi montones de botes de cristal con caramelos que nunca se comería nadie. Caramelos trofeo, caramelos moneda que establecían el valor de uso y de cambio, la razón de ser de la bici cojonuda. Ahí estaba, materializado y contable un número de vueltas, unas rayaduras en el cuadro y un desgaste de ruedas y de frenos no realizados por él, no atribuibles jamás a su ejercicio. El caramelo actuaba como reparador frente a la culpa del desperfecto. Si la bici se gastaba y se estropeaba eran daños causados y pagados por sus transaccionistas, contingencias del negocio de la liberación de su espíritu. Recaudación contraprestadora. El roce transformado en capital de azúcar. El capitalismo nació como acumulación de un capital no gastado, ahorrado y transformado en reliquia demostradora de la capacidad de sacrificio de unos trabajadores obsesivos y austeros a cuyo producto no podían moralmente dar salida. Los caramelos de mi amigo eran el capital redentor frente al deterioro de un bien no merecido por ser un bien demasiado bueno. 

No quise gastar la bici porque era la mejor, la mejor del barrio, pero si incluso así la veis gastada, aquí tengo la prueba de por qué se hizo: un bien mayor, un capital apalancado y puro en su dulzura inmaculada que pervive fosilizado en las estanterías de la casa. Esos caramelos gritan silenciosa pero constantemente a sus padres, mirad, este es el castigo por haberme regalado una bici que no me merecía, una bici demasiado buena para mí y para este puto barrio, una bici por encima de mis posibilidades. Una bici mejor que yo y mejor de lo que yo seré en toda mi vida. Me habéis jodido bien, cabrones. Mucho más feliz habría sido con una BH de paseo, una bici de mierda como la del Grillo, una bici que hubiera podido disfrutar feliz y reventar a pedaladas sin esta culpa, sin este malestar de ser y saber quién soy.