La noche antigua

Desde hace cuatro o cinco días suena, cerca de casa, una alarma desde las 7:30 hasta las 9:00 de la mañana. Hoy, después de una hora de música he bajado olfateando el sonido hasta encontrar el punto de origen. He visto que la alarma que suena es la de un local que fue una ferretería y lleva cerrada más de dos años, desde que murió su propietaria, una anciana que se empeñó en mantenerla abierta aunque toda su clientela llevaba mucho tiempo comprando en el Leroy Merlin. La tienda está completamente vacía. No hay ningún cristal roto y tampoco se ven daños en el cierre metálico o en la cerradura.

Siempre me ha llamado la atención el carácter insular de las alarmas. No vale con cortar el hilo que las conecta al interior para que la alarma se calle. Tampoco desencajarlas de la pared y tirarlas al suelo sirve para silenciarlas. Son como cajas fuertes llenas de sonido. 

En las décadas de los ochenta y noventa todos los locales y todos los coches tenían alarma. Cuando alguien se metía en tu privado pitaban, provocaban la atención del ciudadano y apelaban a su obligación de buen vecino para dar una voz o gritar ¡policía! Funcionaba muy bien la solidaridad vecinal y se echaron desde las ventanas unos gritos  muy autoritarios y apercibidores. Las noches de los barrios tenían una banda sonora de alarmas afinadas en diferentes octavas, y aunque cada vecino conocía el sonido particular de la suya, daba igual de dónde saliera el pitido, lo importante era que todas formaban una misma orquesta. 

Poco a poco los robos o los intentos de robo empezaron a disminuir. Los pequeños delincuentes entraban en la cárcel, morían de una paliza en un descampado mientras iban a pillar la heroína o morían en un descampado después de metérsela. El momento clave se produjo cuando los propietarios dejaron que sus radiocasetes durmieran el peligro de la madrugada dentro de los coches. Para algunos ese fue el gran indicador del progreso y la seguridad en el país. Las alarmas empezaron a desaparecer. Escuchar alguna, de vez en cuando, era como rememorar un tiempo antiguo y pasado de moda. Un motivo para señalar con el dedo al más tonto y más desconfiado de la calle. La realidad, la vergüenza y la presión social acabaron imponiendo su imperio y ya nadie veía necesario dar el cante con un aparato para combatir miedos infundados.

Desde hace unos años las empresas de seguridad ametrallan en la radio y en la tele con la necesidad de volver a instalarlas, sobre todo en las casas. He hecho la prueba y he ido mirando cuántos locales tienen alarma o placa de aviso. En esta calle, todos. Lo que pasa es que desde hace quince años que vivo aquí, no he oído sonar una sola sirena (bueno, sí, solo una). Puede que se robe estadísticamente menos de lo que desearían los comerciales y los instaladores. Puede que los fabricantes hayan desestimado la posibilidad de ayuda mutua y fraterna entre residentes. Puede que vean esa actitud como una reliquia sentimental y por eso los nuevos modelos son mudos y están conectados directamente con la policía. O puede que ni siquiera estén conectadas a nada y toda la parafernalia de placas, cámaras, cables y luces no desemboquen en ningún sitio.

La alarma de la ferretería suena desde el pasado, gasta sus últimas líneas de batería acumulada antes de callarse para siempre. Grita en su agonía consciente de su inutilidad. Aúlla recordando sus días dorados y valiosos en una época de mayor inseguridad, sí, pero en la que las cosas tenían más sentido. Tener un pequeño negocio daba servicio al barrio y permitía vivir con cierta holgura a varias familias. Se compraba lo necesario en un sitio en el que te conocían y al que muchas veces ibas sin dinero. Lo necesario entonces resultaba suficiente, y aunque a veces también te intentaran robar, eran los propios vecinos del barrio los que avisaban y daban la cara cuando una alarma que servía para algo rompía con su quejido el silencio de la noche antigua.