El limbo de la itinerancia

La itinerancia es un estado temporal que por su peculiar condición de provisionalidad y anomalía permite actuar de un modo que en otro momento no sería posible. El itinerante se encuentra entre dos orillas a merced de la corriente que le sobreviene. Normalmente no quiere verse en medio del río, pero se ve. Lo que desea es llegar o volverse, pero no quedarse en la mitad en la que efectivamente se encuentra. La provisionalidad es inestable y difícil, por eso los amigos y familiares entienden la situación de excepcionalidad del itinerante y por eso aplican un particular cuidado a la hora de interpretar los movimientos de este. Dejad en paz al chiquillo, pobre, no le metáis prisa, es normal que esté como está, ya habrá tiempo, tú ahora no te agobies… 

Dicha empatía contextual, semejante capacidad de entender al otro en su momento y su circunstancia es una extraordinaria grandeza del ser humano y por eso tenemos que aplaudirla. Ocurre que el itinerante, en su fase de máxima desazón y en virtud de esta compasión queda eximido de afrontar los problemas cotidianos, subordinados todos ellos al problema nuclear, que es el que de verdad le atenaza. El itinerante ve compensado su desasosiego por la generosa concesión que los demás le ofrecen, legitimándole de este modo para postergar cualquier decisión que afecte a situaciones ajenas a la principal. 

Toda esta arquitectura del respeto se construye para que, una vez resuelto el conflicto, el ya exitinerante regrese a la normalidad desde la sagrada selva de exenciones en la que habitó. Lo esperado es lo uno y lo otro, el paréntesis con sus excepciones primero y la reincorporación a la vida cotidiana después. Ahora bien, el problema viene cuando la provisionalidad pasa de ser considerada una disposición transitoria a convertirse en un estado en el que permanecer habitando.  

Podemos pensar que la itinerancia, esa disposición que implica aplazamiento en la toma de decisiones, solo incumbe a los itinerantes puros, a los que están pendientes del email que ofrecerá un trabajo, de una resolución administrativa, de un inminente sí. Sin embargo, sucede que la itinerancia puede persistir incluso cuando ya no está justificada por espera alguna.

Es muy hábil la inteligencia humana, somos muy listos para darnos la razón, sobre todo cuando la empleamos para quitarnos de encima la responsabilidad de tomar decisiones. Se puede aprender, y se aprende, a vivir detrás de un burladero con la maleta en la mano siempre yéndose, se aprende a decir con la carita “No, yo eso no, tú ya sabes lo mío, ¿te acuerdas que yo no podía?¿Te acuerdas? Ya me gustaría, pero tú me dirás, en esta situación en la que estoy, ¿cómo voy a meterme en eso ahora? Tú me entiendes, ¿verdad? Claro que me entiendes”. Todo sin una palabra, con un gestito de la boca, los ojos y los hombros levantados.

Puede vivir uno instalado en esa itinerancia apaciguadora y angustiosa al mismo tiempo durante el completo espacio que dura la vida. Para conseguirlo, la clave está en construir un argumentario que no dé nada por definitivo. Embalar el mundo y la vida toda con el cartel de frágil y defender la victoria irrevocable a la fugacidad. Lamentarse subrayadamente por ser consciente de que ninguna cosa será eterna. 

Nos vamos a morir, nada dura para siempre, aquí estamos en un triste valle de tránsitos, cuerpos sin raíz, vidas insignificantes sin visos de perpetuidad. 

Es el consabido apólogo barroco, la soporífera letanía del ser atribulado, la literaturizada obviedad que impide todo compromiso y asume que cualquier proyecto es inútil dada su naturaleza efímera, perecedera y contingente. ¿Qué momento adquirirá valor suficiente como para destacarlo dentro de nuestro ínfimo trayecto? ¿Qué signo nos anunciará la relevancia del acontecimiento susceptible de ser el importante?  

Se puede vivir amparado y cubierto, vivir acristalado y sin asunto esperando el momento propicio y mágico que por fin otorgue sentido, pero también se puede vivir valientemente. 

Respeto a los que no se esconden, a los que después de haber entendido nuestra naturaleza pasajera deciden apostar por su propia huella y sus errores. Para ellos todos los minutos son equivalentes, por eso son felices haciendo lo que hacen, cualquier cosa que sea. Admiro la interpretación que hacen de cada instante porque con ella reivindican la elegancia y la vida.