Semana XXXV (del 19 al 26 de mayo)

Jueves

A lo mejor los problemas son menos complejos de lo que parece: más  materiales, más reales, como el cansancio. El cansancio no está en la agenda política, ni en los medios, está en la calle, en los cuerpos. El cansancio es tan real como el hambre, como una herida abierta, es tan real como un bombardeo. A lo mejor si empezamos a interpretar todo en la clave del cansancio, se nos aclaran algunas cosas, como que la jornada laboral es larga e intensa y que, tras un largo día de batalla, física y mental, a uno lo que le apetece es, como cuando tiene hambre, saciarse de descanso; ni quiere leer, ni quiere ver pelis, ni series, ni nada, ni tan siquiera le apetece hablar, no es que no le apetezca, es que no puede; la conciencia se adentra en una suspensión general y lo único que  quiere es simplemente hundirse en el líquido amniótico y liminar del descanso. 

Vuelvo roto de un largo día de trabajo y de ocio, el ocio también es un trabajo a veces (algunos dicen que el ocio se ha precarizado abundando en esta idea:  el ocio se ha convertido también en trabajo) y juro que entro en un modo de suspensión que ni siquiera me habilita para comer.  Pienso en las grandes ciudades, hostiles, en las que la jornada de trabajo y tarea empieza a las seis de la mañana  y se acaban a las 8 o las 9 de la noche, trabajo, hijos, obligaciones, comida, pelea con el seguro, pelea con el banco, bajar la basura, gimnasio, en fin, todo lo que  constituye ser persona en este tiempo. Después de todo eso, no eres nadie, no eres casi persona, eres un mulo matalón que ha de apesebrarse pronto para afrontar una nueva y misma jornada al día siguiente. Por fin entendí muchas cosas, entendí la desafección política, la falta de cuidados, la irrupción de la extrema derecha: el cansancio te arrincona, te reduce a cuerpo y necesariamente a ego, o sea, a sobrevivir meramente, nada más, poco más, a afirmar tu ego por encima de cualquiera. Ningún político, salvo Errejón, habla del cansancio, y a mí me parece un temazo, es el tema, pero claro hablar del cansancio implicaría hablar del trabajo (los que afortunadamente tienen(?)) y eso pone en riesgo un pilar fundamental del sistema que nos hemos dado (¿nos lo hemos dado?). No he escuchado a nadie al borde de la muerte que se haya alegrado de todo lo que ha trabajado en su vida, al revés, abominan, cuando la muerte acecha, de todo el tiempo entregado al trabajo. El trabajo es una trampa, y el cansancio un síntoma de esa trampa. Pensad en vuestro cansancio y decidme, por favor, que no llevo razón, porque juro que me gustaría no llevarla.

Viernes

Los días de más cansancio son los días que más me despierto en el corazón de la plena noche y me hundo en el insomnio. Son las dos de la madrugada; sé, me conozco, que no voy a pegar ojo hasta las 5.30 (soy un reloj para mi insomnio) y me pongo a leer, estoy con una novela de Juan Manuel de Prada, Las máscaras del héroe, que hizo furor en su momento, en los 90, y un libro reciente, el último de Manuel Vicent, Una historia particular, libro autobiográfico de quien está cerrando la persiana y cuenta el poso y el reposo que le ha dejado la vida en el paladar del alma. Siempre he leído a Vicent en los artículos de EL PAÍS, nunca le he metido pata en los libros. Vicent es un diletante. En la escritura y en su vida. Doy vueltas a este concepto, a ser diletante, que en su momento rechazamos porque, siendo un chaval periférico y de periferia, había que escribir utilitario y comprometido, implicado en la comunidad y en su destino. Mierda para mí y para ese concepto. Si quieres comprometerte de verdad hazte político, así se pueden cambiar los destinos de tu gente, asignando presupuestos y protegiendo la vida material de tu peña (la gente (?)). Y no haciendo novelas que van a leer tres, incluso si tienes fama, o cuatro catedráticos a los que les gusta enredar en los textos y tres o cuatro profesoras que de verdad se entusiasman con la literatura y sobre las que se sostiene todo el sistema lecturiferario. 

La cosa es que a pequeños sorbos, como me gusta beber el vino amontillado del marco de Jerez, me bebo el libro de Vicent, ese romano por lo fino que igual disfruta de un whisky ahumado japonés, un arroz caldoso en el Levante o un atardecer en la sabana. Yo soy un diletante de medio pelo, aspiro a acercarme al maestro algún día, pero me gustaría levantar páginas de escritura en las que recogiera los placeres del mundo, y así página y mundo fueran igualmente frutos disfrutables, equivalencias del placer. Sería precioso, por ejemplo, tocar ese acorde que me produce en el cuerpo y el alma beber un vino de Jerez, que es lo único en mi vida que hago con diletantismo, desde coger la copa (como me enseñó mi amigo Neva), apurar el vino y saborearlo hasta exprimir todos los aromas y sabores ocres, a chocolate, a fruto seco, a madera, a almendra amarga, a toda la poesía que quiera convocar (e inventar) para expresar ese calorcito que me entra por el cuerpo en cuanto me mojo los labios. 

Vicent habla mucho de sus perros, los convierte en eje fundamental de su diletantismo. No me gustan los perros, pero Vicent me hace mirarlos de otra manera, porque describe muy bien cada perro que ha tenido. Los perros no me gustan porque me muerden, no porque no me gusten. El tema de los perros, que asocio a los tatus, como emblemas del ocio actual, merece capítulo aparte; el caso es que en medio de la noche negra, en el profundo silencio, me acuerdo de una cosa que todavía ni me había contado, ni lo había contado y, por tanto, vivía indistinto en la nebulosa del recuerdo. Si los recuerdos no son palabras, entonces son olvido y resucitan cuando son relatos, cuando son relatados. Voy a contármelo, voy a hacer el relato.

Era de esos veranos largos de la infancia, muy llevadero desde que a los diez años me mudé a una sitio que, milagrosamente, tenía una piscina que compartían dos comunidades. No era una piscina lujosa, pero tampoco pobreta, no sé, era digna. Las madres, sobre todo la mía, no nos dejaban salir del recinto, del patio, las calles hervían en Vicálvaro de yonkis que atracaban para conseguir droga y gitanos que también atracaban porque eran una etnia arrinconada y milenaria y tenían que vengarse, claro, de esa humillación. Ahora lo entiendo, entonces no lo entendíamos. El caso es que de camino a la piscina había un tramo que había que pisar la calle, el hervidero del mal, y justo en medio se quedó un coche, un Dyane 4, abandonado y al que solíamos  entrar a meter las marchas y a hacer el cabrón. Una mañana limpia de calor y de meteoro, dentro del Dyane, se había metido un perro, una perra, que estaba embarazada y vieja. Estaba tan mal que ni ladraba. Me miró y en su mirada, ahora lo desentraño, vi algo profundamente humano, hasta tal punto que juro que no soy capaz de recordar la mirada de la perra si no es bajo aspecto humano, o sea, que cuando me acuerdo de la perra y su mirada, el recuerdo excreta una cara de anciana con una mirada glauca y no la mirada de una perra embarazada y enferma.

El recuerdo siempre recrea, si no, no es recuerdo. Lo dice Vicent. También Landero, que dice que el unicornio es el recuerdo de un caballo que al recrearlo le ha recrecido una fantasía en la frente. No logro recuperar la mirada de la perra, pero no me hace falta, porque sé que la perra me estaba mirando como una anciana, como la señora Vitoria, mujer buena, que iluminaba mi infancia cuando me cerraba la mano para entregarme una moneda con complicidad, o como me miraba desde las líneas Benina, la anciana adorable (el personaje de mayor bondad de la literatura) que creó Galdós en la novela Misericordia: Don Benito, ese señor que hizo de la bondad humana un tema literario, en serio y con una profundidad que solo iguala (que yo haya leído) Cervantes .

Sacamos a la perra del coche, podía morir de calor, y la llevamos, a la pobre anciana, a un local abandonado que había cerca de la piscina. Rompíamos varias fronteras con eso: la orden de nuestras madres, y la ley de la calle en un barrio periférico de Madrid, lleno de yonkis y gitanos. Acomodamos a la perra en una almohada que había tirada en la basura, le dimos de beber con una botella de cristal de gaseosa (recuerdo detalles absurdos y no recuerdo la mirada de la perra, es fascinante el recuerdo) y subimos a casa a por algo de comida a escondidas de nuestras madres. La perra apenas comió, solo bebía agua. Era la hora sagrada de subir a comer y quedamos para después de la sagrada siesta  hacer compañía a la anciana, a esa criatura que me miraba con compasión, con ternura, con sabiduría. No sé.

No pude dormir la siesta, no me quitaba a la anciana de la cabeza, presentí que se podía morir y al mismo tiempo, no sé, deseaba que se muriera, viví las interminables horas de la sagrada siesta con angustia, con inquietud, no veía el momento de bajar y ver que la anciana, antes de morir, me miraba, no me quería perder su muerte y al mismo tiempo no me quería perder que siguiera viviendo. Bajamos de nuevo y busqué con ansia la mirada de la anciana de ojos glaucos, de ojos tiernos, de ojos compasivos, que eran los de las señora Vitoria y los de Nina, la misma mirada, piadosamente humana, que a lo mejor tienes la mala suerte (yo la tuve buena) de no ver nunca en tu vida. Dejamos a la anciana que pasara la noche en el local, con comida y agua. Sabía que no volvería a verla. A la mañana siguiente no estaba, se había ido. Fue su último gesto elegante: no quiso perturbar a unos niños con el impudor de la muerte, y seguramente se internó en la taiga, como el cazador anciano de la peli Dersu Uzala, en este caso para morir. Un colega decía que se la habían llevado los gitanos, pero en aquel momento a los gitanos se les acusaba, no siempre injustamente, de todos los robos. 

Hasta que no había hecho el relato ese recuerdo era olvido; ahora sí está en condiciones de no ser del todo olvido, y, por tanto, al recuerdo le ha recrecido en la frente las fantasías del unicuerno. El recuerdo se había enriquecido con el tiempo y ahora empujaba, desde el fondo sordo del tiempo, para salir y ser hilado, para emerger como relato, o sea, como sentido. Porque recordar es rehilar, relatar para que la vida tenga si no todo el sentido, sí cierto sentido consolador.